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Enseñar en la virtualidad

Enseñar en la virtualidad

Palabras Clave: Humanidades, virtualidad, clases, Universidad, docencia.
Presentada por: James Alexander Duarte Galvis
Tipo de texto: Escrito de reflexión
Categoría: Educación

No tengo la intención de ser pesimista ni de observar la totalidad de mi experiencia educativa a través de la lente de lo lúgubre y de lo mezquino. Tampoco quisiera pasar por quien está sumido en la melancolía. Soy un sujeto que, como muchos otros, viven una situación extraordinaria e intenta hacerlo de la mejor manera posible. Sin embargo, siento que reflexionar sobre mi experiencia docente de los últimos meses es casi lo mismo que recordar la historia de mis errores, de la disminución de mi buen ánimo, y de las novedosas maneras que hoy día existen para hacernos daño.

Claro, muchos dirán que, a la larga, para alguien que estudió humanidades ese debe ser su estado natural. Incluso parece que la palabra humanista es sinónima de triste, desesperado, errabundo, y deprimido; y si alguien un día se topa con un filósofo feliz, podría tener la sensación de que ha visto a la virgen: un milagro. Pero no era esa mi experiencia antes de la pandemia. No eran esas las imágenes que tenía de mí como docente y estudiante de humanidades ni como amante de las letras. No solo mi ejercicio era placentero y revitalizador, sino que mis recuerdos como estudiante universitario son los más gratos de mi vida. Tengo vividos recuerdos de mis espacios académicos y de las conversaciones en los pasillos, de la angustia por entregar un ensayo y del silencio sagrado de la biblioteca de Ciencias Humanas, de las charlas con amigos y profesores; en fin, de lo sumamente rica, polifacética, variada que era la Universidad, cuando uno podía hablar de vida universitaria.

Las consecuencias de la pandemia y, por supuesto, de su hermana gemela, la virtualidad, son tan conocidas por todos que toda palabra nueva parece redundante. En principio, la eliminación o reducción evidente de lo que antes constituía la vida universitaria. Pese a las voces que dicen que a la universidad se va a estudiar y no a hacer amigos, es imposible pensar este espacio como la simple asistencia a un aula y la lectura de un par de documentos para su posterior socialización. El conocimiento se expresa y se aprende de formas sumamente ricas y variadas, apelando a la imaginación y a la conversación, los unos junto a los otros, los unos con los otros. Y, muy a pesar de los manuales de lógica, el gesto del amigo o el tono del enemigo forman parte esencial de su argumento.

En una de mis clases más difíciles recuerdo cómo mi profesor usaba todo su rostro y sus brazos para explicar, con palabras complejas, la razón de ser del filósofo con respecto al mundo. Usaba su cuerpo frágil para expresar los más elegantes argumentos. En otra clase, el profesor lanzaba por los aires los pupitres, se subía a la mesa e invitaba a los estudiantes a actuar de maneras insólitas para expresar un punto. La clase era de lógica. Y ya que uno enseña como le han enseñado, intenté realizar mis clases usando, también, mi cuerpo o, al menos, leyendo el cuerpo del otro. Aprendí a usar mi rostro y mis manos para expresar un punto, así como a reconocer el espacio que habito. También en el rostro del otro la iluminación de la comprensión, o el rostro pétreo quien requiere algunas palabras adicionales. De eso, ahora, muy poco. Ciertamente en la clase virtual, como docente, intento expresar un punto usando expresiones faciales, pero ahora es mucho más difícil ver los rostros de los estudiantes, pixelados u ocultos, las más de las veces, tras la cámara apagada. Es imposible saber si están o no comprendiendo a profundidad un tema, pues la ceja levemente arqueada, o la sonrisa repentina eran justo lo que se requería para comprender cuándo se capta un punto y cuándo hay que insistir. La enseñanza es corporal, y conoce el lenguaje de la seducción.

Por otra parte, el conocimiento y la reflexión se cultivan en espacios diversos. Ciertamente puedo aprender un tema solo en mi habitación, y fueron muchos los que desarrollaron sistemas filosóficos en una torre de marfil. Pero el conocimiento es un diálogo, una construcción colectiva que demanda una perspectiva ajena para llegar a una realización más o menos efectiva. Ahora, el espacio virtual deviene un conjunto de instrucciones que se dan a los estudiantes o, en el mejor de los casos, un diálogo entre el docente y alguno de ellos. Ya no hay pasillos en los que los estudiantes interactúen entre sí, ni un aula que sea red, conjunto u organismo. Habrá quienes digan: con un poco de orden y de a turnos cada quien puede hablar: ingenuo. Las mejores conversaciones son desordenadas, esperan lo espontaneo. Y, sobre todo, esperan expectantes a quien aún no ha hablado, apartado, aún al margen.
Fotógrafo: Polina Zimmerman, Tomado de:  https://www.pexels.com/es-es/foto/persona-mujer-ordenador-portatil-mesa-3747422/

Fotógrafo: Polina Zimmerman.
Tomado de: https://www.pexels.com/es-es/foto/persona-mujer-ordenador-portatil-mesa-3747422/ el 23 de octubre.

¿Qué esas personas aún pueden charlar a través del micrófono? Quizás aún no lo tengan. O lo tienen dañado o, peor aún, dicen que lo tienen dañado, porque también eso ha quedado claro, la poca disciplina, la preponderancia de la Ley del menor esfuerzo, el poco interés en aprender algo de las clases, en lugar de tan solo aprobarlas. Adicional a ello, otro elemento que se hizo visible en la cuarentena es ese capricho de pensar siempre desde el privilegio, desde su normalidad, y para algunos la realidad es urbana, cómoda, sin necesidad. Pero Villavicencio también es, a pesar de sus centros comerciales y sus conjuntos paradisiacos, rural. No hay agua potable, hay todavía casas a las que ni siquiera llega agua, no hablemos de calidad de internet.
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Quizás una cosa buena nos ha dejado el confinamiento y la virtualidad: pensar un poco en la labor de las humanidades. Porque, como decía, la gente se asombra al ver a un humanista feliz, pero todos son felices, a pesar de sus preocupaciones. Sin embargo, tal y como ocurre con un hábito, luego de mucho practicarlo se desgasta y se le pierde el sentido. Ocurre como con el tiempo, cuando no se piensa se sabe qué es, pero cuando se lo trae a la reflexión, ya no se tiene ni idea. Para muchos, las humanidades se convirtieron en su espacio de trabajo o su pasatiempo favorito, pero en conjunto no hay claridad sobre qué son, ni para qué sirven, ni si la virtualidad las afecta más o menos que a otros espacios académicos. Y de allí, quizás algo bueno de la cuarentena: un reconocimiento y una necesidad.

Reconocimiento de que no somos islas. Antes de la cuarentena muchos eran los que promulgaban un desprecio profundo a la humanidad, se encerraban en sí mismos pretendiendo que su mayor anhelo era encontrarse algún día solos en el universo, sin nadie que los interrumpiera en lo que sea que supuestamente estaban haciendo. En las redes sociales era cada vez más frecuente ver estados de personas que afirmaban su entera independencia y displicencia frente a sus congéneres, y una atmosfera de soberbia había permeando todo vínculo social. El único divertimiento de la cuarentena fue ver a estas personas clamando por el otro. Porque sí, el ser humano puede ser mezquino, pero cuán alegre puede ser un momento con otros, unas simples palabras, cara a cara, camino a otra clase u otro lugar.

Necesidad de volver a pensar las humanidades como prácticas vivas, que requieren pensar los problemas del presente sin caer en las trampas academicistas y altivas que le imponen las acreditaciones y las instituciones. Pues, precisamente, las humanidades nos recuerdan nuestra finitud y nuestras carencias, nuestros yerros, nuestra fragilidad constituyente. En especial, nos recuerda que el capricho adolescente de sustentarse en sí mismo, vivir para sí, y proyectarse como un ser más allá de nuestros congéneres es tan solo eso: un capricho adolescente.

En el aislamiento nos damos cuenta de nuestra incapacidad para la soledad, de la necesidad de sentir al otro, su voz cercana, el gesto que aclara o que conmueve, de que no soy ni podré ser nunca jamás uno, porque, como dice John Donne, “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente”, es decir, una parte de la humanidad. Y la humanidad, como la naturaleza, no es una reunión de partes que luchan por sobrevivir, sino un gran entramado de seres que solo pueden existir en la medida en que existan para alguien más.  Sí, los humanistas entristecen, y entristecen porque olvidan. Olvidan para qué se levantan en las mañanas, para qué deben llenar papeles, y para qué deben llenarse de certezas. Y en las humanidades recuerdan que su fragilidad y su ignorancia solo se agravan cuando se está lejos del otro, de que debe reconocer que es un ser para la muerte y que, como seres para la muerte, tenemos que compartir nuestras vidas.


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